Desarrollo psicológico del bebé


Mª Josefa Iribarren Cía

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El bebé humano nace con una gran indefensión, debido a que no tiene el repertorio instintivo de otros animales. Si lo comparamos con un pollito, que puede andar a las horas de nacer, podemos comprender que no sobreviviría por si mismo. Eso explica el largo período de dependencia de los adultos hasta que puede vivir por si mismo.

Por otra parte, el sistema nervioso del bebé termina de formarse después del nacimiento y las experiencias de los niños-lobo, por ejemplo, muestran que solo a través de la relación, fundamentalmente madre-hijo se activan las potencialidades y el bebé se convierte en un ser humano.

Pero a pesar de esta gran dependencia, el bebé humano nace con una serie de competencias. Desde hace un tiempo sabemos que percibe la luz, oye, reacciona a olores, a la temperatura, da pruebas de sensibilidad táctil en la cabeza y boca ….

Si antes se pensaba que el recién nacido solamente se alimentaba y dormía entre toma y toma sin enterarse de nada más, los últimos estudios con bebés demuestran que en capacidades visuales, hay preferencia por la figura humana, la miran más.

En cuanto a la audición, hay predilección también por la voz humana, especialmente femenina- más aguda- y a los pocos días de vida distinguen la voz de la madre.

Respecto del olfato, a los seis días reconocen el olor de la leche de la madre y del cuerpo de la madre. Y a nivel de la expresión, tienen un lloro diferente según sientan hambre, dolor o cólera, que las madres identifican pronto para sorpresa del resto de personas , ellas saben enseguida por qué llora su bebé.

Progresos motores

Los progresos motores desde el nacimiento a los 12 meses, contando con que existen grandes diferencias entre unos y otros bebés debidas a múltiples factores, se pueden resumir así: En el 4º mes, mantiene la cabeza erguida. En el 6º mes hace ya la oposición del pulgar que permite realizar la pinza con dos dedos y coger cosas.

En el 7º mes se sienta con apoyo.

A los 9 meses se mantiene de pie agarrado.

Al cabo del 1º año se sostiene ya sin apoyo y comienza la marcha autónoma.

Podríamos decir, que a los 12 meses el niño tiene un grado de maduración física comparable a la que tienen otros mamíferos en el momento del nacimiento, y durante estos 12 meses hace unos progresos en la socialización tan grandes como ya no los va a hacer en el resto de sus días.

El recién nacido tiene posibilidades de una relación activa con el entorno, fundamentalmente la madre, pero cada niño tiene un nivel de excitación que le es agradable, superado el cual decrece su interés y a partir de ése momento emite señales, como la desviación de la mirada para regular la estimulación que le viene de la madre. Normalmente, los espacios de tiempo en que está más abierto a la estimulación y el juego relacional, son después de la alimentación y limpieza, cuando están cubiertas sus necesidades primeras pero la madre y el entorno deberán estar alerta porque nos enviará señales de cuándo tiene suficiente.

Hitos durante el primer año

Hay unos hitos principales en el desarrollo de la sociabilidad durante el 1º año de vida:

En torno al segundo mes aparece la sonrisa ante el rostro humano.

En el 4º mes el bebé distingue ya rostros familiares de extraños y no sonríe a éstos.

Entre 5 y 7 meses reacciona de diferente manera ante una cara sonriente o seria.

A los 6 meses descubre su imagen en el espejo. Juega al cucu.

Alrededor del 8º mes se produce la reacción de angustia ante los desconocidos: el niño llora y se aferra al cuerpo de la persona conocida, girando el rostro al extraño.

A los 9 meses empieza a enterarse de que existen otros niños y a tenerlos en consideración. Entre 10 y 12 meses empieza a emitir las primeras palabras (“mamá”, “papá”…)

Este proceso de apertura al mundo culmina con el descubrimiento de que los objetos no desaparecen aunque deje de verlos un momento: así si le escondemos un juguete, lo buscará a partir del 9º mes pero no antes, y del mismo modo, si se le mantienen unas rutinas, irá aprendiendo que la madre puede desaparecer un rato pero luego vuelve.

Relación madre-hijo

La relación madre-hijo establece un modelo de vínculo que se mantendrá bastante estable a lo largo de la vida. Si la madre le ofrece seguridad y continuidad, disponibilidad y accesibilidad, si es sensible a las señales del niño (el llanto del bebé es una llamada para que la madre le calme, por ejemplo) se establecerá la confianza básica que le permitirá caminar por la vida con la idea de que él es bueno, de que merece la pena, y los demás también lo son.

“Comienza, niño pequeño, a conocer a tu madre por la sonrisa, porque aquél a quien no sonrieron sus padres, ni los dioses lo admitieron en su mesa ni las diosas en su tálamo”, dice una preciosa Egloga de Virgilio.

¿Pero cómo surge esa sonrisa, y ese vínculo de afecto? La madre corriente entra hacia el final del embarazo en una fase que dura algún tiempo después del nacimiento, de “preocupación maternal primaria”, en que se funde, se confunde con el bebé y puede así anticipar, intuir y conocer sus necesidades en cada momento y satisfacerlas.

El recién nacido vive el cuerpo de la madre como si fuera el suyo propio, como una parte de él mismo: Juega con el pezón como con sus manitas o sus pies, no hay todavía noción de un yo y un tú, sino que se trata para él de un todo indiferenciado.

A través, sobre todo, del acto de mamar, y todo lo que a él acompaña (miradas, balanceo, palabras o canciones, caricias…), se establece un diálogo entre ambos que se ha comprobado es fundamental para el desarrollo de la capacidad de amar.

La sonrisa

En ese contexto, y ante el rostro de quien satisface sus necesidades, surge la sonrisa, 1ª manifestación de amor, que al principio se dirige a cualquier rostro humano, como hemos dicho, si la relación con la madre ha funcionado.

Aquí hay ya un atisbo de diferenciación yotú. Porque ocurre que con el paso del tiempo, y debido sobre todo a que el niño no encuentra siempre la satisfacción inmediata de sus deseos (la madre se retrasa en alimentarle o cambiarle), empieza a percibir un objeto fuera de sí, diferenciado de él, la madre, que unas veces satisface y otras veces frustra sus deseos. Ya no hay simbiosis, como al principio, pero sí dependencia durante mucho tiempo aún, de una madre que es buena y mala, porque satisface y frustra, aspectos éstos que el niño tendrá que ir poco a poco integrando en la misma persona, objeto de su amor.