Cuando hablamos de integración escolar, casi siempre nos viene a la cabeza la imagen de un niño o niña con alguna discapacidad visible (síndrome de Down, parálisis cerebral…) dentro de un “aula ordinaria” y haciendo o intentando hacer lo mismo que los demás. Consideramos que lo normal es lo que hace la mayoría, y para esto ponemos en juego una serie de capacidades que los psicopedagogos miden a través de pruebas estandarizadas.
Nuestro sistema educativo se dota de una serie de recursos: materiales, organizativos (aulas especiales y agrupamientos específicos) y personales (especialistas) para poder compensar, en la medida de lo posible, algunas de sus limitaciones y ayudarles a acercarse a los aprendizajes que la sociedad ha definido como adecuados y/o normales. A la distancia entre lo que el sistema plantea para la mayoría y el rendimiento de este alumnado lo hemos llamado “necesidades educativas especiales”.
Integración e inclusión
El currículo es flexible: se realizan adaptaciones, desde la supresión de objetivos y contenidos hasta la realización de un currículo paralelo especial, con aprendizajes más funcionales. Además, durante un tiempo de la jornada escolar, reciben atención personalizada por especialistas, de forma individual o en pequeños grupos. De esta forma, aunque no se logre plenamente la integración académica, la mayoría de estos niños y niñas pueden acceder y permanecer en el sistema ordinario, ya que priorizamos la integración social, es decir, la convivencia en el mismo espacio educativo que sus iguales en edad, buscando la mayor normalización posible.
Esta imagen es la que se nos presenta cuando nos asomamos desde fuera y queremos hacernos una idea rápida de la integración escolar en la actualidad. Pero desde “dentro” la cosa cambia. Cuando somos educadores profesionales vamos constatando que esta clasificación entre lo especial y lo normal no termina de convencernos: entre el alumnado ordinario hay tanta diversidad como entre el alumnado con discapacidad.
Comenzamos a hacernos preguntas: ¿lo que pensamos que es normal
es lo ideal?, ¿dónde están las capacidades de los alumnos y alumnas con discapacidad?, ¿nuestro sistema es realmente integrador?, ¿qué podemos hacer para avanzar desde la integración hasta la inclusión? Hacerse preguntas ayuda a encontrar mejores respuestas.
A veces, da la impresión de que estos niños y niñas son los que tienen que adaptarse al sistema en vez de hacer que el sistema se adapte a ellos. ¿No será que tenemos un sistema demasiado rígido, poco flexible y realmente excluyente?, ¿y si comenzamos a reconocer que son todos diversos y especiales? Puestos a imaginar: ¡a lo mejor tenemos que dejar de pensar en cómo integrar a los niños y niñas diferentes y “menos capaces” para ponernos a desintegrar y reconstruir el sistema!
Imaginación, creatividad y flexibilidad
¿Por dónde empezamos? ¿Podemos hacer algo con los recursos que tenemos? La respuesta es un rotundo sí, pero exige imaginación, creatividad y flexibilidad. He aquí unas cuantas ideas-clave:
• Romper el esquema mental de que la inteligencia es una y que además no se puede modificar. En estos últimos años la neuropsicología nos ha descubierto diferentes tipos de inteligencias que se corresponden con diferentes maneras de aprender y, por lo tanto, de enseñar. La introducción de esta metodología en las aulas nos está aportando cambios positivos en el rendimiento de alumnos y alumnas que pueden acceder a los mismos contenidos a través de otras vías de aprendizaje.
• Entrenar de forma explícita la atención y la memoria, que constituyen las habilidades básicas de acceso al aprendizaje. Nuestro cerebro es plástico y modificable, lo que nos abre un campo lleno de posibilidades de mejora, sobre todo en el caso de la discapacidad psíquica a través de la rehabilitación cognitiva.
• Introducir metodologías globalizadoras, como el trabajo por proyectos. La división de conocimientos en asignaturas separadas hace que lo que se enseña termine siendo algo muy distinto de la realidad que se pretende enseñar. El trabajo por proyectos tiene la ventaja de que el alumnado trabaja en grupo en algo que responde a sus intereses, y permite al profesorado ajustar mejor el trabajo a las posibilidades de cada uno, haciendo que todos puedan participar de una forma colaborativa.
• Considerar el recreo como espacio educativo. El hecho de que un profesor o profesora medie, modele, e incluso juegue con sus alumnos y alumnas en el recreo es algo que aún no suele verse en los patios de nuestras escuelas y sin embargo, paradójicamente, el juego constituye una herramienta inclusora de primer orden y tiene un potencial educativo casi infinito que aún está por descubrir.
• Introducir en el aula programas de educación emocional. Todas las personas piensan, pero además sienten; hasta ahora nuestras escuelas han dejado a un lado el enseñar a sentir, a identificar nuestras emociones, a gestionarlas de una forma saludable. Los niños y niñas con discapacidad tienen que llegar a sentirse integrados para que podamos hablar de una inclusión verdadera y esto pasa por explicitar y aprender a manejar todo ese mundo emocional que llevamos dentro.
• Involucrar al alumnado con discapacidad en su itinerario educativo. Desde pequeñitos deberíamos hablar con ellos, preguntarles, explicarles, dejar que nos pregunten. ¿Cuántas veces estos niños y niñas son llevados a diferentes espacios con especialistas sin darles ninguna explicación? Tenemos que establecer una relación cercana, llena de afecto en la que se sientan valorados y reconocidos; tenemos que encontrar sus puntos fuertes y capacidades para destacarlas y potenciarlas.
• Cuidar especialmente a las familias de los llamados niños especiales. ¿Por qué? Porque generalmente llevan una carga de sufrimiento extra al ver las barreras que tienen que superar. Deberíamos esforzarnos más por transmitirles aspectos positivos de sus hijos e hijas, que los tienen, porque a veces nos centramos solamente en lo que no pueden hacer, en lo que les falta, en lo que fallan. Hay que invertir tiempo y esfuerzo en construir una relación de sana complicidad basada en el afecto y en el respeto mutuo.
• Abrir y romper tiempos y espacios. En el caso de las aulas especiales podemos incorporar el modelo de integración bidireccional, es decir, no solamente que el alumnado con discapacidad acuda unas horas a las aulas ordinarias, sino que el alumnado ordinario acuda también en pequeños grupos a estas aulas a realizar determinados trabajos.La integración tiene que ser de todos y para todos. Quizá no tengamos que cambiar radicalmente nuestra práctica diaria, pero sí revisar la actitud con la que hacemos las cosas. El sistema debe estar al servicio de las personas y no al revés, permitiendo la innovación creativa. Hay que romper ese “no se puede”. Y es que, en definitiva, se trata de acompañar, de tutorizar un proyecto vital con cariño, y de favorecer la construcción de un sistema realmente inclusivo.