Parientes, amigos y allegados, y en mucha menor medida el personal sanitario, suelen dirigirse a quienes somos socios activos de la Cofradía del Cáncer con palabras bienintencionadas, que en ocasiones, sin embargo, resultan hirientes. Este artículo versa sobre dicha clase de lenguaje, que no siempre incluye las expresiones y vocablos más constructivos y terapéuticos.
El lenguaje belicista
En 2013 el Grupo Español de Pacientes con Cáncer (GEPAC) promulgó un decálogo para el Buen Tratamiento Informativo del Cáncer. Su primer mandamiento reza así: “Evitar eufemismos, comparaciones y rodeos al hablar del cáncer”, con la recomendación de sustituirlos por un habla clara a pacientes y familiares que contribuya a su normalización social. El segundo se muestra aún más explícito: “Prescindir del lenguaje bélico y heroico”, causa de que la enfermedad se perciba como una batalla en la que no siempre gana el que más lucha. El lenguaje belicista es moneda de uso corriente: las células cancerosas “invaden” el organismo; la radioterapia las “bombardea”; la quimioterapia se equipara a una “guerra química”; y la enfermedad se agrava cuando descienden las “defensas”.
Todos los pacientes hemos escuchado expresiones como estas o parecidas: “debes vencer la enfermedad”, “tienes que luchar”, “debes ser valiente”, “tienes que estar al pie del cañón”, “seguro que ganas esta batalla”, “eres un luchador (a)”, “a veces los médicos se equivocan”, etc, etc. Si el enfermo, tras el inevitable duelo clínico sufrido al recibir el grave diagnóstico, no se ve con fuerzas suficientes para encarar con fortaleza, entereza y serenidad la enfermedad de manera continuada o transitoria y sigue recibiendo tales recomendaciones, es probable que se sienta culpable y aumente su malestar emocional por creerse cobarde y derrotado. Como si careciera del derecho a enfocar su proceso clínico, no como una “guerra”, actitud asimismo muy legítima, sino como un camino, un recurso o experiencia enriquecedores (véase Pedro Laín Entralgo (1908-2001): La enfermedad como experiencia, 1966), una aventura incierta, una etapa vital luminosa, una vía de purificación espiritual… o como le plazca. Tales hábitos lingüísticos no son fruto de modas actuales, sino consecuencia de la historia.
Según la escritora norteamericana Susan Sontag (1933-2004), fallecida de cáncer, la metáfora militar apareció en medicina hacia 1880, cuando, identificadas las bacterias como agentes patógenos, estas “invadían” o se “infiltraban” en el cuerpo. Considera que dicha metáfora estigmatiza la enfermedad y, por extensión, al paciente (La enfermedad y sus metáforas, 1977). Al decir de dicha autora, se trata de circunloquios y eufemismos lingüísticos encaminados a ocultar o establecer una distancia entre la realidad vivida, sobre todo si es amenazadora, traumática y aun mortal, y la interpretación personal o colectiva de esa misma realidad (Contra la interpretación y otros ensayos, 1966). La lingüista Elena Samino, catedrática en la Universidad de Lancaster (Gran Bretaña), también ha comprobado que palabras de sentido violento (“batalla”, “lucha”, “guerra”) son las más frecuentes referidas al cáncer, conclusión extraída del análisis de 1,5 millones de términos localizados en entrevistas y comentarios en Internet sobre la enfermedad (Metáfora, cáncer y el final de la vida, 2018). Cuarenta años después de la denuncia formulada por Sontag, el panorama no parece haber cambiado demasiado.
Otras imprudencias lingüísticas
En los medios de comunicación todavía se vienen utilizando rodeos -por fortuna, cada vez menos- como “tras penosa y larga enfermedad” al hablar de difuntos víctimas del cáncer. Más nocivo deviene equiparar, en sentido figurado, determinados fenómenos sociales muy reprobables con nuestra dolencia: “El terrorismo, la corrupción política, la xenofobia… es un cáncer”, afirmaciones que transmiten una imagen de negatividad. Por tanto, los pacientes tenemos que soportar la enfermedad y, además, el extendido significado sociocultural.
El siguiente e incompleto listado de fórmulas lingüísticas compone una música de fondo para la mayoría de los enfermos de cáncer: “tienes que ser fuerte”, “no puedes hundirte”, “tu familia te necesita”, “todavía esperamos mucho de ti”, “¡mucho ánimo!”, “todo va a salir bien”, “pues no pareces enfermo”, etc. Tales expresiones aumentan, de modo inútil y contraproducente, la responsabilidad del enfermo. Como si no fuera tarea suficiente sobrellevar del mejor modo posible las servidumbres inherentes a los protocolos clínicos ordinarios: la colocación de reservorios subcutáneos, las extracciones de sangre, las consultas médicas, las sesiones de radioterapia y quimioterapia, los TAC-Escáner y los PET, los trasplantes y autotrasplantes hematológicos, las intervenciones quirúrgicas, etc. Peajes a los que se añaden los efectos secundarios más comunes derivados de la toxicidad de los tratamientos: náuseas, vómitos, diarreas, estreñimiento, pérdida de apetito, cansancio, insomnio, dermatitis, llagas en la boca, anemia, adelgazamiento, fiebre, hipertensión, flebitis, insuficiencia renal, caída del cabello, decoloración de la piel…. Por no hablar del seísmo de sentimientos consustancial a la transmisión del diagnóstico y presente en no pocos momentos del proceso clínico posterior: miedo a la muerte, preocupación, tristeza, vergüenza, impotencia, angustia, enfado, culpa, injusticia, incertidumbre, desesperanza, depresión, ansiedad, etc., bien descritos y tratados por la Psicooncología. Es necesario, por tanto, no olvidar nunca la dimensión psicosomática de la condición humana y, con más motivo, la del enfermo más vulnerable e interdependiente (de Juan Rof Carballo (1905-1994), véase sobre todo Urdimbre afectiva y enfermedad,1961).
Para intentar mitigar el alicaído estado psíquico del paciente, algunas personas se sirven de apelaciones tan rotundas y, sin tener conciencia de ello, tan malsanas como: “no te preocupes”, “no llores”, “no puedes seguir así”, “no pienses en eso, es lo de menos”, “¿te van a poner quimio? Eso es veneno”, “lo que tienes que hacer es…”, “no digas tonterías, tienes suerte de estar vivo (a)”, ”debes sobreponerte ya a la muerte de tu amigo (a)”, etc. Todas ellas se sustentan en la falsa idea o mito de que el enfermo siempre debe pensar y sentir en positivo y reprimir sus emociones más íntimas y genuinas, lo cual le supone una sobrecarga emocional a veces muy gravosa si, aunque solo sea en su subconsciente, trata de responder a las mencionadas expectativas. ¿Acaso carece del derecho a sentirse como quiera y pueda?
Delicadeza, sensibilidad y silencio
Las investigaciones clínicas, el sentido común y la experiencia de miles de pacientes demuestran que, frente a los antedichos errores, conviene que la comunicación verbal (y, por supuesto, la paraverbal y corporal) esté guiada por la delicadeza y la sensibilidad para comprender y aceptar como normales los días de flaqueza del enfermo; para dispensarle más compañía y escucha activa que meros consejos y órdenes; para ofrecerle ayudas y servicios concretos (traslado al hospital, realización de gestiones, invitación a paseos, ir al cine, etc); para hacerle sentir que nos importa mucho, que lo queremos…
El filósofo José Ortega y Gasset (1883-1955) glosó en varias de sus obras la imagen del “naufragio” como una de las formas de la vida humana, que no siempre equivale a ahogarse: a su juicio, la conciencia del naufragio implica la salvación. Una fórmula eficaz para salir a flote es sin duda la cultura y, dentro de esta parcela, añado de mi propia cosecha, el lenguaje verbal, dotado de múltiples virtualidades: la información, la emoción, la apelación y la belleza. Si no somos capaces, aunque solo sea por breves momentos, de aliviar el naufragio y, en la medida de nuestras limitadas posibilidades, rescatar al paciente oncológico de una situación tan menesterosa mediante cuidadosas palabras, lo mejor será que nos callemos. Porque, como afirma el poeta J. A. González Iglesias (1964), “Lo esencial no hace falta decirlo, para eso / tenemos el silencio” (Jardín Gulbenkian, 2019).