El creciente interés y preocupación por cuidar y mantener la salud y por prevenir futuros trastornos, hace que progresivamente vayamos teniendo en cuenta el cuidado de la salud mental de todos los miembros de la familia y especialmente la de nuestros hijos.
En la etapa de la infancia y la adolescencia se puede presentar sufrimiento mental con más frecuencia de lo que pensamos, (por ejemplo, problemas de ansiedad, inquietud, trastornos por déficit de atención y alteraciones de la conducta, trastornos del estado de ánimo y otros padecimientos como problemas del sueño y/o alimentación, tics, etc…). Esta etapa es un período crucial para favorecer el desarrollo de la persona como un adulto mentalmente sano; por eso es un momento importante para la prevención.
Las manifestaciones externas del malestar psíquico en niños y adolescentes se presentan de una forma diferente a la de los adultos. Un problema mental puede aparecer en forma de alteraciones de la conducta e irritabilidad y ello hace que no pensemos en la posibilidad de que se trate de la manifestación de un sufrimiento psíquico. Resulta más difícil reconocer la ansiedad u otros síntomas en la edad infanto-juvenil porque los trastornos no se expresan de la misma forma que en un adulto; es la conducta alterada la que puede hace intuir que algo está sucediendo.
Se tiene la impresión de que la patología mental en niños pudiera ser más frecuente en la actualidad, con respecto a antaño; en mi opinión hay diversos factores que pueden estar influyendo en que esto sea realmente así:
- Los cambios socioeconómicos, como por ejemplo una mayor disponibilidad económica en los países desarrollados en las últimas décadas, hace que muchas de las cosas que deseamos las podamos obtener sin espera.
- La incorporación de la mujer al medio laboral, que implica cambios en el reparto de tareas dentro del hogar.
- La figura paterna, por su implicación desde el embarazo, en el parto y en los primeros meses de vida, es más visible para el bebé. El padre está más presente en la atención de los hijos.
- La diversidad de la estructura familiar es cada vez más frecuente (familias monoparentales, de recomposición después de un divorcio, de acogida, transgeneracionales con abuelos u otros familiares etc..).
- El aumento de frecuencia de la figura de un hijo único o de un número menor de hermanos.
- Se realizan con mayor frecuencia adopciones, especialmente de niños de otros países.
- Ya desde la concepción y el embarazo, los padres, tienen acceso a una mayor información acerca del crecimiento y desarrollo de su hijo; así, conocemos que nuestros hijos, ya desde antes del nacimiento, son capaces de responder y reconocer estímulos de forma que se establece un vínculo más temprano con la madre.
- Durante el primer año de vida ya no es tan habitual que sea la figura materna la que se haga cargo prácticamente en exclusiva de la atención del niño. Es más frecuente que el cuidado del niño hasta la edad escolar esté a cargo de otras figuras que no son sólo la madre y el padre; como guarderías, personas contratadas para el cuidado de los niños en casa, abuelos y otros miembros de la familia.
- Es habitual que los niños y adolescentes tengan menos recursos para tolerar situaciones de frustración y los padres para tolerar que sus hijos pasen situaciones de disconfort y frustración social y escolar.
- Existe una mayor sensibilidad por parte de la sociedad para proteger del malestar a los niños y adolescentes y quizás menor sensibilidad para aceptar diferencias en la velocidad de desarrollo, de conducta y de adquisición de habilidades entre niños de edades similares.
La adolescencia es una etapa especialmente complicada, tanto para la adaptación del propio adolescente como para los padres y cuidadores, que se encuentran con una persona que ya no tiene las necesidades de un niño en algunos aspectos y que tiene demandas propias, a veces complicadas de comprender y de atender. Presentan cambios en el cuerpo que el adolescente ha de aceptar y debe aprender a cuidarse por sí mismo; pasa a ser muy importante el grupo de amigos y poder demostrar capacidades superiores a los demás en el grupo, en ocasiones buenas y en otras ocasiones perjudiciales (riesgo de consumo de tóxicos, afición por tatuajes, “piercing” y otras conductas de riesgo).
Estos factores no conllevan necesariamente que los niños y adolescentes presenten un mayor riesgo de enfermedad mental; muchos cambios son de hecho necesarios y en beneficio de ellos, pero sí se dan situaciones con mayor frecuencia de dificultad de manejo de la conducta y las emociones, que hacen que puedan aparecer síntomas o malestar que conviene valorar. En ocasiones, puede ser necesaria una intervención lo más temprana posible por parte de los profesionales de los equipos de salud mental infanto- juvenil.
Esta serie de cambios trae con mucha frecuencia que los niños, los adolescentes, sus padres y educadores, vivan situaciones a las que deban adaptarse y que son diferentes a las vividas en generaciones previas.
En el equipo de psiquiatría infanto-juvenil inicialmente realizamos una valoración al niño o adolescente: se realiza una historia clínica completa, repasando el motivo por el que el paciente es traído a la consulta y cómo han sido los momentos más importantes de su desarrollo hasta la actualidad. Es preciso valorar información acerca de si han ocurrido situaciones complicadas para el niño y el resto de la familia, como fallecimientos, enfermedades, etc., la relación entre el padre y la madre, cómo se desenvuelve el niño socialmente y si es aceptado. Se evalúa la capacidad cognitiva, el rendimiento y la adaptación escolar. Se realiza, si es oportuno, la valoración psicológica junto con la realización de tests psicodiagnósticos si fueran precisos. Junto con las pruebas complementarias, tanto psicológicas como físicas, se analiza el caso hasta llegar a una orientación diagnóstica y se propone qué tipo de intervención sería preciso realizar, para:
- Dar indicaciones a los padres.
- Proporcionar apoyo psicológico.
- Y menos frecuentemente considerar un abordaje farmacológico, si el síntoma que presenta produce un malestar tan intenso que repercute en la actividad y desarrollo normal del niño. Con la colaboración tanto de los padres, como de los profesionales de la salud, y de los centros escolares, el pronóstico en la mayoría de los casos, es bueno y hacia la mejoría. A los niños y adolescentes no les produce malestar acudir a las consultas, sino que incluso, habitualmente, les alivia sentir que son atendidos y escuchados y merece la pena ese esfuerzo que tenemos que hacer, a veces difícil, de tomar la decisión de llevar a un niño o un adolescente a un centro especializado en salud mental.