La prevalencia de exceso de peso infantil (sobrepeso y obesidad) representa el trastorno nutricional de mayor relevancia en nuestro medio. Aunque es un trastorno multifactorial que engloba factores genéticos, metabólicos, psicosociales y ambientales; la rapidez con que se está incrementando parece estar más bien en relación con los factores ambientales, tales como unos hábitos alimentarios poco saludables y un mayor sedentarismo (una disminución de la actividad física en niños y adolescentes condicionada, en gran medida, por la televisión y/o nuevas tecnologías).
La prevalencia del exceso ponderal adquiere cierta notoriedad en la edad preescolar, donde, por ejemplo, a los 4 años de edad el 16,8% ya presentan un exceso de peso corporal, alcanzándose las tasas más altas a los 8 años de edad donde el 32,6% presentan un exceso de peso corporal. Se constata que el exceso de peso corporal comienza en edades muy tempranas de la vida en las que la dieta del niño depende -casi exclusivamente- de los hábitos y preferencias alimentarias del entorno familiar, que luego se agrava coincidiendo con la escolarización y/o adolescencia probablemente relacionado con la adquisición de unos hábitos alimentarios y estilos de vida poco saludables.
La TV y las nuevas tecnologías
El tratamiento de la obesidad es complejo y los resultados son generalmente poco alentadores. Precisa de un equipo multidisciplinario que combine una dieta adecuada (restricción y/o modificación del aporte alimentario), el incremento de la actividad física y la modificación de las actitudes y comportamientos alimentarios (educación personal y/o familiar); siendo el medio escolar, junto al familiar, los ámbitos educativos de mayor influencia en la adquisición de unos hábitos alimentarios y estilos de vida que se irán consolidando a lo largo de la infancia y adolescencia.
La dieta mediterránea está considerada como un prototipo de dieta saludable; sin embargo, la industrialización y comercialización de la cadena alimentaria, con una producción cada vez mayor de alimentos procesados, están induciendo una serie de cambios en relación con los hábitos y preferencias alimentarias en amplios sectores de la población, sobretodo en la infancia y adolescencia. Los hábitos alimentarios de los adolescentes en nuestro medio reflejan un modelo dietético que si bien cubre sobradamente las necesidades calóricas de la edad, difiere sensiblemente del prototipo mediterráneo, ya que se caracteriza por un consumo proporcionalmente excesivo de carnes y derivados, así como de azúcares refinados; junto a un consumo proporcionalmente deficiente de cereales, legumbres, verduras, frutas y pescados.
La TV y las nuevas tecnologías (videojuegos, Internet, redes sociales, etc.) forman parte de todos los hogares y su consumo está considerado como una actividad rutinaria a la que los jóvenes dedican gran parte de su tiempo de ocio. Obviamente su uso indiscriminado, aparte de aumentar la pasividad intelectual y limitar la creatividad, fomenta el sedentarismo; y, además, la publicidad que le acompaña y se intercala en los programas infantiles tiende a transformar los programas en escaparates publicitarios con el objetivo de estimular el deseo y la necesidad de consumir, y preferentemente alimentos de alto contenido calórico.
Los estudios epidemiológicos nutricionales han corroborado que el esfuerzo pedagógico de los programas de educación nutricional si bien consiguen una población informada, estos conocimientos no se ponen en práctica y, por tanto, no se traducen en consumos reales de alimentos y/o modificaciones de hábitos alimentarios.
¿Dónde radica la dificultad de modificar un hábito alimentario?
Los hábitos dietéticos constituyen un referente sociocultural que actúan, muchas veces, como elemento integrador y/o de identidad de los grupos que los practican; por tanto, todas aquellas acciones educativas que estén al margen de esta realidad estarán abocadas al fracaso.
Cuando se plantea como objetivo de un programa educativo conseguir hábitos alimentarios permanentes, habría que actuar sobre tres niveles.
El primero, la adquisición de los conocimientos teóricos, necesarios pero no suficientes.
El segundo la adaptación de las propuestas a la vida cotidiana que significa una interiorización de la gestión cognitiva, y el tercero, la adhesión psicoafectiva de las nuevas prácticas que se proponen.
Estos programas deberían instaurarse cuando el niño comienza su escolarización, constituyendo el medio escolar, junto al familiar, los lugares más idóneos para iniciar y/o consolidar la adhesión psicoafectiva a unas buenas prácticas alimentarias.
Los componentes estructurales de estos programas escolares pueden ser múltiples, pero básicamente serían los siguientes:
• La Educación Nutricional estaría considerada como un elemento básico al proporcionar los conocimientos teóricos sobre alimentación y nutrición.
• Se deberían diseñar programas de Educación Física proporcionados a las diferentes edades y que inculcaran a los alumnos la importancia que la actividad física tiene en la promoción y mantenimiento de la salud.
• El comedor escolar es uno de los instrumentos más interesantes del programa escolar, ya que a través de él se adaptarían las propuestas alimentarias teóricas a la vida cotidiana de los jóvenes, contribuyendo sensiblemente a la adhesión psicoafectiva a normas dietéticas saludables.
• Es fundamental que la familia sepa crear unos hábitos de alimentación saludables en sus hijos y que éstos reciban en la escuela la instrucción suficiente para desarrollarlos o modificarlos en el caso de que no fueran correctos. Una implicación activa de los padres, si bien no garantiza el éxito, mejora la eficacia de la gestión pedagógica y lo valida positivamente al facilitar la aplicación práctica y adhesión psicoafectiva a los hábitos alimentarios propuestos.
• Es imprescindible un personal sanitario adscrito a estos programas, tales como médicos y/o enfermeras que periódicamente se encargaran de controlar los índices nutricionales de las alumnos, así como apoyo psicológico para aquellos casos que fuera necesario.
• Por último, considerando que la obesidad es un problema de salud pública de primer orden, se requiere el compromiso formal de todos los sectores implicados (gobiernos, instituciones sanitarias, medios informativos, industria privada, etc.) para que estos programas tengan éxito a medio y largo plazo.
Involucrar a la familia para modificar hábitos incorrectos
La instauración de estos programas escolares supondría un coste social. Por tanto, lo que habría que cuestionarse es si nuestra sociedad, inmersa en la llamada economía del bienestar y, actualmente, en una grave crisis económica, estaría dispuesta a asumir el coste de oportunidad que supone este servicio sanitario; puesto que habría que detraer de otros sectores productivos recursos, bienes y servicios de otra naturaleza que también contribuyen a generar bienestar; si no fuera posible nos tendríamos que limitar a seguir emitiendo decálogos de buenas intenciones,
Mientras tanto, convendría que los profesionales sanitarios conocieran los hábitos dietéticos de su entorno asistencial para poder intervenir y corregir, en su caso, situaciones de riesgo nutricional, involucrando a toda la familia en las modificaciones de hábitos incorrectos en la alimentación. Los equipos de atención primaria y, más concretamente los pediatras deberían incluir en su cartera de servicios, dentro de los Programas de Prevención y Promoción de la Salud, junto al control periódico del peso y la talla, una serie de medidas preventivas a aplicar desde los primeros años de vida. Se debería fomentar una actividad física regular y apropiada para cada edad, y reforzar una serie de normas generales de conducta, entre las que destacarían respetar los horarios de las comidas, evitar el sedentarismo, aumentar la actividad cotidiana y reducir las horas de televisión.