Recetas literarias para educar mejor


Alberto Cascante Díaz . Maestro y pedagogo Profesor en el colegio Santa María la Real (Maristas) de Sarriguren

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Una de las actividades más propias y deseadas del verano es descansar y entregarse a la lectura. En el terreno pedagógico, en las últimas décadas, han proliferado gran cantidad de títulos que acompañan a padres y madres en el pretendido deseo de educar con éxito a sus hijos. Para aquellos que, por la razón que sea, no han podido ni tumbarse a descansar, ni encontrar un libro de su gusto, les voy a proporcionar este compendio de recetas literarias que resume, desde mi punto de vista, algunas de las frases más certeras en lo que a educar se refiere.

Decía Jacinto Benavente: “El embarazo es una enfermedad cuya convalecencia dura toda la vida”. Desde este punto de vista, lo primero que tenemos que tener presente es que educar es una tarea ardua, difícil, cargada de sinsabores y decepciones (al mismo tiempo, claro está, que de buenos momentos). La mayoría de los padres pronto somos conscientes de que las expectativas con las que iniciamos la educación del primero de los hijos cambian radicalmente cuando llega el segundo.

Si al principio, con una ingente dosis de ingenuidad, pensábamos que seríamos capaces de educar a nuestros hijos con un talante más dialogante y cercano que aquél que nos demostraron nuestros propios padres, cuando la prole aumenta, hemos de reconocer que educar es harto complicado y que… nos parecemos mucho a nuestros padres, a quienes ahora encumbramos como unos sabios que no escatimaron esfuerzos a la hora de afrontar las distintas etapas de la infancia y sus peculiaridades.

Y no digamos nada cuando la adolescencia desembarca en nuestras casas. “Nuestra tierra ha degenerado, los hijos no obedecen a sus padres”. No, esta frase no es de Javier Urra ni de Bernabé Tierno. No está tomada de una tertulia radiofónica, sino del cincel de un sacerdote egipcio que la esculpió hace seis mil años y que viene a corroborar que no somos los primeros en sufrir ante los hijos, y que, si nos sirve de consuelo, no seremos los últimos. Ante la dificultad, tengamos presente que “de lo que se trata es de ganar la guerra, y en la guerra, se pueden perder algunas batallas”.

“Te quiero mamá”

Pues eso, que educar es más parecido a una guerra que al escenario entre rosa y falso que nos dibuja el cine con niños pagados para decir: “te quiero mamá”, algo que sucede en nuestros hogares solamente la víspera de Reyes y la noche anterior a su cumpleaños. No sé de quién es la frase, pero viene a cuento aquello de “Por el interés te quiero Andrés”.

En muchas ocasiones, ante nuestras derrotas, ante las dudas y los fracasos, sentimos la mirada inquisitiva y desaprobatoria tanto de los expertos en educación como de nuestros vecinos o parientes. Y es que ya lo decían los turcos: “Cuando el carro haya volcado, abundarán gentes que te dirán por dónde no debió haberse metido”. Es muy fácil descalificar, pero muy difícil acompañar con buenos consejos.

Sin embargo, no seamos pesimistas, los hay muy valiosos. José Antonio Marina utiliza convenientemente el sentido común en esta sencilla descripción que define lo que es la pedagogía: “En educación, no podemos decir “si usted hace A, su hijo va a hacer B”. Lo más que podemos hacer es utilizar una serie de actitudes, técnicas e ideas para aumentar la probabilidad de que el niño se comporte de la manera que queremos”.

Un poco de frío y hambre

Y los chinos, muy dados a atesorar sabiduría en grandes proverbios, ya dijeron hace unos cuantos milenios que “Si quieres que tu hijo lleve una vida feliz y tranquila, edúcalo con un poco de frío y un poco de hambre”. ¡Cuánto nos cuesta llevar a la práctica este principio! Los padres de hoy en día le hemos dado la espalda a tal consejo y nos hemos centrado en allanar la vida a nuestros hijos hasta el punto de que “los niños tienen el juguete antes que el deseo”, lo cual es una fuente continua de problemas, tales como el apego excesivo a lo material, la desmotivación o el poco valor que le dan a las cosas. “La felicidad es como nuestra propia sombra; siempre está junto a nosotros pero no reparamos en ella”, cierto, y una vida sobreabundante, aleja a los niños de la percepción de la felicidad que los adultos tratamos de proporcionales.

Mi propia abuela ya era consciente de lo obsesivos que nos estábamos volviendo los padres cuando nos aconsejaba: “hierve el chupete, no al niño”. No sé si mi abuela leyó a Louis Pasteur alguna vez en su vida, pero ciertamente, nos intentaba transmitir la misma idea: “No les evitéis a vuestros hijos las dificultades de la vida, enseñadles más bien a superarlas”.

Frente al empeño hedonista de nuestra sociedad actual, que huye del esfuerzo como de la peste medieval, se sitúan grandes genios de la historia de la humanidad como Quevedo, que decía “El que quiere de esta vida todas las cosas a su gusto, tendrá muchos disgustos” o Pablo Ruiz Picasso que confirmaba: “La suerte se encuentra trabajando”. Llamémosle esfuerzo, o llamémosle sufrimiento, sea lo que sea, es un componente imprescindible del espacio educativo, puesto que “El que se hace con esfuerzo y exigencia no teme la dificultad presente ni el sacrificio futuro porque cada adversidad superada le prepara y enseña a superar las que han de venir”. (Séneca).

Exigencia, aceptación y mesura

Por lo tanto, el primer ingrediente de esta especial receta educativa que estamos desplegando es la exigencia, la aceptación de las dificultades como escuela de vida y la mesura en los bienes que se entregan, pues como dice Marden: “Cuanto más se tiene, más se desea, y en vez de llenar, abrimos un vacío”. Entonces, estaremos cerca de conseguir el fin de la educación, que enunciado por Platón, suena de la siguiente manera: “El fin de la educación es hacer que la persona desee hacer lo que tiene que hacer”.

El segundo gran ingrediente que se requiere para que nuestros hijos deseen hacer lo que tienen que hacer y de esta manera sean felices, es el amor.

“Más moscas cazan un kilo de miel que un kilo de hiel” decía San Juan Bosco con gran sabiduría, puesto que, efectivamente, el cariño está en la base de las relaciones entre padres e hijos. Las personas tenemos muchos aspectos en común, y desde un punto de vista psicológico hay dos universales e intemporales: transitamos por nuestra vida buscando permanentemente seguridad y estima, sentirnos valiosos y queridos.

“Puedes ser sólo una persona para el mundo, pero para mí, tú eres el mundo”

En este terreno, abundan muchas frases que conviene tener presentes en nuestro hacer diario: “La sonrisa cuesta menos que la electricidad y da más luz” como reza un proverbio escocés, “Castigar al alumno en un acceso de cólera ya no seria corrección, sino venganza” como recoge en 1853 la Guía del maestro marista, y como diría Groucho Marx, con una pincelada más pragmática y cargada de humor: “Sean amables con sus hijos… Ellos son quienes un día escogerán su asilo”.

Y en verdad el trato delicado, aquél que cubre nuestra necesidad de amor, ha de venir acompañado de una buena dosis de buen humor y de optimismo. “Quien sienta repugnancia hacia el optimismo, que deje la enseñanza y que no pretenda pensar en qué consiste la educación. Los pesimistas pueden ser buenos domadores pero no buenos maestros”. Esta nota de Fernando Savater da con una de las claves educativas. Si el optimismo lo mezclamos conveniente con el cariño, podemos tener la seguridad de estar caminando por el camino correcto.

Y esta dirección, concluyo con una de mis frases favoritas, dicha por Gabriel García Márquez, y que resume, con concisión y perfección literaria, lo que todos los padres debemos transmitir a nuestros hijos cada día de su existencia: “Puedes ser sólo una persona para el mundo, pero para mí, tú eres el mundo”.

Pues nada, ahí tenemos descrita nuestra tarea para el curso escolar que se avecina… y para todos los sucesivos.