La Enfermedad de Alzheimer (EA) es la causa más frecuente de demencia entre la población de edad avanzada; la edad es, por tanto, el factor de riesgo más importante y determinante para que un individuo sea susceptible de desarrollar un deterioro cognitivo tipo EA. Prueba de ello son los estudios epidemiológicos en los que se concluye que más de un 30% de la población cuya edad es igual o superior a 80 años está aquejado de EA. Este rotundo dato hace pensar si realmente nos estamos enfrentado a una enfermedad al uso o, más bien, estamos siendo víctimas del vertiginoso avance de la medicina que aumenta la esperanza de vida,. Y es que nos encontramos ante la manifestación clínica de unos síntomas, provocados por un proceso molecular iniciado varias décadas atrás, pero que el deceso del individuo por otras enfermedades no hubiera permitido visualizar.
El fatídico epónimo con el que se denomina esta enfermedad procede del apellido del neuropsiquiatra alemán Alois Alzheimer, quien en 1907 publicó una breve pero meticulosa descripción de los rasgos clínicos y de la anatomía patológica correspondientes a una paciente ingresada en el asilo municipal de Frankfurt llamada Augusta Deter. Ya durante el periodo en el que Alois Alzheimer siguió la evolución clínica de Augusta, fue consciente de que la demencia de su paciente era excepcional: comienzo muy precoz (Augusta tenía 51 años cuando ingresó en el hospital), pérdidas de memoria, indiferencia, pánicos, cambios de humor, etc. La prueba de que aquellos síntomas tenían su origen en una neurodegeneración que no había sido descrita con anterioridad la tuvo Alois cuando, una vez fallecida su paciente, estudió macroscópica y microscópicamente su cerebro. Allí vio que el cerebro de Augusta contenía una gran cantidad de depósitos extraneuronales, incluso visibles sin necesidad de utilizar microscopio. Hoy en día sabemos que los depósitos (placas seniles) corresponden a la acumulación aberrante de varias proteínas y que, la mayor cantidad es un péptido llamado beta amiloide.
Otro rasgo que llamó poderosamente la atención del Dr. Alzheimer fue que una gran cantidad de las neuronas de Augusta estaban repletas de una estructura con aspecto de ovillo fibroso. Estos ovillos son debidos a la acumulación y agregación inusual de otra proteína llamada tau que, por razones que todavía no conocemos en su totalidad, sufre una modificación química que consiste en su hiperfosforilación. Placas y ovillos son, por tanto, los dos rasgos histopatológicos que caracterizan a la EA y que la diferencian de otras demencias. Resulta de interés que estas dos lesiones aparecen en las regiones cerebrales más directamente implicadas en los procesos de aprendizaje y memoria: el hipocampo y la corteza entorrinal. De ahí que las primeras manifestaciones clínicas sean la pérdida de memoria y los olvidos.
¿Qué es peor las placas o los ovillos?
Con todo el conocimiento científico que se ha generado, especialmente en los últimos 15 años, tenemos fundadas razones para decir que el deterioro de la neurona se produce mayoritariamente como consecuencia de la formación de los ovillos. Se comprende bien que así sea, si pensamos que tau es una proteína fundamental en la dinámica del citoesqueleto neuronal. Es decir, tau es una pieza clave para el correcto funcionamiento del “andamiaje” que permite que una neurona se aproxime a otra y, de esta manera, ambas queden en contacto, aunque sin tocarse físicamente. En definitiva, tau es esencial para que se formen las sinapsis y también para que esas sinapsis desaparezcan. Este fenómeno es lo que técnicamente se llama la “plasticidad sináptica” que, por otro lado, es esencial para que podamos formar memoria (aprender) y consolidar la memoria (recordar).
¿Cómo empieza todo?
Han pasado 105 años desde que se publicó el primer caso de EA, pero aún no podemos explicar categóricamente dónde está el origen de la cascada neurodegenerativa. Probablemente porque como ocurre en otras enfermedades, como el cáncer, no existe una única causa sino más bien una concatenación fatídica de factores (edad, predisposición genética, hábitos de vida, entorno ambiental…). Poco a poco van creando un entorno propicio para que se inicie la cascada de eventos que dificultan y, finalmente, impiden el correcto funcionamiento de las neuronas localizadas en las áreas más vulnerables de la EA.
La identificación del péptido beta amiloide, como el componente mayoritario de las placas seniles características de la EA, ha hecho recaer sobre este péptido una gran parte de la “culpa”. Otro dato es que las mutaciones que se han identificado en los individuos con formas familiares de EA (un tipo de EA muy poco frecuente pero en el que se produce una herencia autosómica de la enfermedad) conducen a una mayor producción de péptido en su cerebro. Pero en contra de esta afirmación hay también evidencias. Una de ellas es que cuando se estudia la relación entre la pérdida de memoria y la cantidad de placas presentes en el cerebro, la correlación es muy baja. Otra evidencia proviene del hecho de que todas las aproximaciones terapéuticas en las que el péptido amiloide es la diana a neutralizar no han surtido de mejora cognitiva a los enfermos que la recibieron.
La otra parte de la culpa habría que atribuírsela al segundo rasgo característico de la EA, la proteína tau hiperfosforilada que forma parte de los ovillos neurofibrilares. También en este caso, se han hecho estudios en los que se ha tratado de establecer la relación entre la cantidad de ovillos y la pérdida de memoria; en este segundo caso, sí se ha encontrado una buena correlación entre ambos factores. Este hecho nos llevaría a pensar que la hiperfosforilación de tau es mucho más deletérea para el cerebro que la acumulación del péptido beta amiloide. En realidad deberíamos pensar que la EA no es ni una amiloidopatía pura ni tampoco una taupatía en sentido estricto. Lo que se deduce tanto de las observaciones en los cerebros humanos, como en los estudios con ratones a los que se ha modificado genéticamente para que expresen en su cerebro beta amiloide y tau humanos, es que ambos factores colaboran en el proceso neurodegenerativo, pero que probablemente tau sea responsable directo de la disfunción neuronal.
Falta de comunicación
En general tendemos a pensar que la EA aparece porque se mueren las neuronas. Esto no es realmente así. Las fases más incipientes de la pérdida de memoria se deben a que las neuronas pierden la plasticidad sináptica, o dicho de manera más coloquial, las neuronas pierden su capacidad de comunicarse unas con otras a través de unas estructuras llamadas espinas dendríticas. Esta dificultad de conexión neuronal es, por otro lado, algo que se produce de manera natural como consecuencia del envejecimiento. A medida que nuestro cerebro envejece, perdemos aproximadamente un 15% de las sinapsis. En cambio, un individuo con una EA incipiente ha perdido entre un 25 y un 50% de sus conexiones sinápticas. Y el que ello sea así, en realidad, nos debe hacer ver el futuro de la EA con optimismo ya que si somos capaces de encontrar fármacos capaces de restituir la plasticidad sináptica de las neuronas tendremos serias posibilidades de mejorar el estado cognitivo de los enfermos.
¿Cómo estudiamos la EA?
La identificación de algunos casos de EA (menos del 5% de todos los casos) en los que se observaba la existencia de una herencia autosómica (transmitida de padres a hijos) ha permitido identificar algunas mutaciones responsables de esta enfermedad. Los animales no padecen de manera espontánea esta enfermedad. Pero la transferencia de los genes humanos mutados al cerebro de ratones nos ha permitido desarrollar un modelo experimental con algunos de los rasgos característicos de la EA: acumulación de amiloide, hiperfosforilación de tau y la pérdida de memoria.
Estos modelos animales no son perfectos, pero tienen la ventaja de que podemos ensayar en ellos nuevas aproximaciones terapéuticas que, obviamente, después deberán ser validadas en humanos.
Decía anteriormente que el hecho que la EA no implique necesariamente la muerte de las neuronas, sino que en realidad es una sinaptopatología, permite verla con moderado optimismo. En nuestro laboratorio del CIMA, desde hace varios años venimos tratando a ratones con un deterioro cognitivo muy fuerte con moléculas capaces de incrementar su plasticidad sináptica. Sorprende comprobar cómo, tras varios meses estos ratones son capaces de aprender y recordar. Además cuando visualizamos al microscopio las neuronas comprobamos que, en los animales tratados, el número de espinas aumenta muy significativamente.
Obviamente queda mucho trecho por recorrer, ahora somos capaces de restablecer la memoria de ratones. Lo importante será ser capaces de restaurar la memoria de nuestros mayores.